Como en bastantes otras cuestiones
relacionadas con animales cautivos, y en especial con mascotas, me preocupa el
inadecuado uso del lenguaje, no solo porque esté convencida de que nos conviene
conocer nuestro idioma para entendernos y hacernos entender (que esto vale para
cualquier otro campo profesional) sino porque denota una actitud de “todo vale”
y en especial un “Todo vale si viene del extranjero” que resulta muy dañina.
De no saber sobre casi nada
posterior a Darwin- y aún éste mal conocido por la mayoría de nosotros- hemos
pasado a leer, citar y “españolizar” términos ajenos con una ligereza
preocupante. O al menos a mí me preocupa mucho por lo que implica.
Del total de términos,
supuestamente técnicos, españolizados y utilizados por mis colegas y afines en
artículos, conferencias o cursos, más del 60% son inapropiados o innecesarios,
porque existe una palabra nativa anterior, incluso más comprensible para la
mayoría. ¿Por qué entonces no se utiliza? Básicamente por dos motivos, el
primero porque estos comunicadores del saber desconocen su idioma y no tienen
mayor empeño en mejorar su conocimiento de él, segundo, porque en realidad
muchos de ellos no quieren realmente comunicar la información, sino exhibir que
tiene acceso a un código que a la mayoría de los mortales no nos alcanza (Sí,
si, como los tan denostados políticos. Por ahí van los tiros).
Recuerdo un enriquecedor debate
con mi inolvidable profesor de literatura, Don Leonardo Romero, en el que
tratábamos sobre jergas y argots y donde precisamente llegábamos a esta
conclusión, demasiados términos profesionales no buscan la comunicación real,
sino la identificación y auto-reconocimiento entre los miembros del grupo.
Pero lo más preocupante no es que
los pretendidos especialistas de la “animalogía” (englobemos bajo esta licencia
a todo profesional de la biología, veterinaria, psicología animal y otros de cuantos hoy ofrecen sus servicios a
mascotas) utilicemos un lenguaje específico, sino que además lo utilizamos mal
y a destiempo. Hemos pasado a valorar más la forma que el contenido, a separar
a uno de otro o a combinarlos haciendo que pierdan su significado, porque
muchas veces ese significado importa un bledo. Hemos pasado de usadores a
abusadores de la jerga pseudoprofesional.
Hecha esta larga introducción, voy
al objeto de mi nueva reflexión. La utilización indiscriminada de los términos socialización
y sociabilización, referida especialmente a papagayos, pero que
sirve también a perros, conejos u otros
animales mascota y que es un ejemplo de cuanto digo.
Para arrancar os descubriré algo sorprendente-
es un decir-estas dos palabras NO SIGNIFICAN LO MISMO y no es la misma misión, ni tiene el mismo
resultado, ni los mismos efectos, socializar que sociabilizar un animal criado
entre humanos, pero el drama no es llamar
a una cosa por otra, el problema está en hacer
una cosa por otra pensando que es lo mismo.
Los animales que solemos aceptar
como mascotas, incluidos los exóticos, son a menudo especies sociales, en sus hábitats
de origen están asociados, viven en sociedades o en grupos más o menos
organizados. Cuando criamos un ejemplar de alguna de estas especies en
cautividad, además de conseguir que sobreviva, tenemos que hacerle partícipe de una sociedad, socializarlo. Para ello deberá aprender los modos de
relacionarse entre quienes forman su grupo, debe conocer los límites de la
relación y de dicho grupo, lo que está bien aceptado y lo que implica rechazo o
exclusión. Es un trabajo complejo e imprescindible para la vida dentro del conjunto. Además de ello, algunos especímenes
son sociables,
es decir, están naturalmente inclinados
a la relación con otros seres vivos y se complacen con ella. Esta característica
individual debe desarrollarla el
propio ejemplar. A lo sumo, si decidiéramos hacer una crianza con fines comerciales – lo que no es el
motivo de mi reflexión de hoy- deberíamos favorecer la cualidad eligiendo
parentales verdaderamente sociables y acomodando el ambiente, para que naciesen
crías que, sintiéndose cómodas y relajadas, tuvieran propensión al trato,
fueran también sociables.
Hace décadas que hemos ido más
allá. Unos consciente y otros inconscientemente, forzamos la sociabilización,
o lo pretendemos. Hemos pasado de la cualidad natural a una manipulación de la
mente para que nuestros animales nos brinden una apariencia de sociabilidad. Puede sonar terrible, pero buena parte de los
exóticos del mercado no son sociables, sino algo próximo
a enfermos
mentales. Con nuestro manejo, con nuestros modos de crianza y de
tenencia generamos individuos deprivados, sobreestimulados, forzados en su
infancia, estancados en esa etapa infantil, que apenas saben hacer otra cosa que buscar al
humano y dejarse hacer. ¿Pero es esto una verdadera sociabilidad? No solo no lo
es, sino que con absurda frecuencia da lugar a individuos difícilmente sociales, es
decir, la que debía ser una cualidad añadida acaba resultando un problema para
su integración social.
En los muchos años que llevo
tratando con mascotas exóticas he tenido la fortuna de conocer ejemplares sociables. Animales bien desarrollados
mental y físicamente,-incluso otros con alguna tara- que disfrutaban realmente
de relacionarse conmigo y con otros seres de su entorno, pero que no me
necesitaban, en el sentido estricto del término. Tristemente y por el
contrario, la enorme mayoría eran animales que no sabían y que no podían hacer
otra cosa que dejarse estar entre humanos, pese a sus temores o a sus cautelas
innatas, con todo el desajuste que esto supone para cada momento de sus vidas.
Un individuo naturalmente sociable y que ha sido socializado en su etapa de emancipación y primer
aprendizaje, es un compañero ideal. Se
complace en las ocasiones de trato, las disfruta y sabe desenvolverse en ellas,
porque además de gustarle estar con otros, ha aprendido los códigos del grupo, repito,
ha sido socializado. La mayoría de las mascotas que llegan a nuestras consultas
no son así. Por el contrario, son animales que en el proceso de crianza han
sido condicionados a para que admitan prácticas a capricho y complacencia del humano. Se trata incluso
de prácticas que difícilmente agradarían a un espécimen como él, si no se hubiese
realizado tal forzamiento previo. Peor aún, insisto, prácticas que lo limitan socialmente.
Pondré un ejemplo frecuente.
Imaginemos uno de tantos jóvenes loros que son adquiridos antes de su completa
emancipación, alguno incluso para que la familia termine de cebarlo en casa y
que, pasados unos meses resulta gritón, vuela sobre nosotros cada vez que nos
ve aparecer, se desespera por estar encima, pellizca cuando está en el brazo …
No es un animal socializado. No ha adquirido las habilidades que necesita para
vivir en esa sociedad familiar, porque su modo de pedir relación genera rechazo, porque no sabe
solicitar en un modo correcto, ni sabe entender los gestos de los humanos con
que convivirá, porque no respeta las
actitudes de los demás miembros del grupo. A una negativa o a un intento de
disuasión cortés responde con gritos o con picotazos, repite la acción
rechazada, persiste en su reclamo hasta hacerse molesto, se desespera y
manifiesta ansiedad... Sin embargo, en las primeras semanas hizo pensar que era
muy sociable, porque “todo el tiempo
quería estar con nosotros”. La realidad es que ese pollo no podía hacer otra
cosa entonces, porque lo necesitaba físicamente para sobrevivir. Pero a los
humanos les complacía ese supuesto cariño y nada hicieron para enseñarle las pautas de convivencia en el
grupo social en el que iban a integrarlo. Unos por desconocimiento
estricto, otros por desidia, otros más por puro egoísmo…
En la mayoría de los casos el
origen está en nosotros, los supuestos profesionales, los llamados a educar al
público en sus demandas. Del mismo modo que lo hemos guiado para que reclame criados
en cautividad y animales documentados y chequeados o para que seleccione tal o
cual tipo de comida. Cualquier día de estos me entretendré en ir más allá, en hablar del puro hecho de tener mascotas con nosotros, pero la realidad hoy es que tales mascotas están en nuestras vidas y que no cabe la liberación extemporánea de cuantos animales mantenemos cautivos. Pero sí podemos y, creo que debemos, empezar por un cambio de enfoque.
Nos hemos habituado a estudiar la
conducta de los animales en los laboratorios, en condiciones controladas por
los humanos y a deducir de ellas lo que deberá ser. Los convertimos en objetos de estudio, no los valoramos como sujetos
plenos. La realidad viene a imponerse
después. Ni el entorno familiar es equivalente al laboratorio, ni tampoco al
medio natural del que ellos o sus parentales proceden. Además, el animal no es
tan solo el objeto que controlamos en el estudio X sobre el aspecto Y de
la conducta. Todo el conjunto, los 360º del campo, son importantes en cada minuto
de la vida de un ser vivo. Si excluimos un sector, equivocamos las conclusiones
y al tratar de aplicarlas así, generamos sufrimiento y desajustes. No puede ser
de otra forma.
Casi con la misma frecuencia con
que se pretende manipular la sociabilidad, se desdeña completar la
socialización. Unas veces porque se ignora que sea necesario, se presupone que las
reglas sociales son innatas a todos los
efectos o, a lo sumo, que se inducen por el hecho de hacer que el animal viva
entre nosotros desde muy joven.
Otras veces se imagina que poner
reglas al animal es menoscabar su identidad específica. Pero el menoscabo comenzó en el momento de
apartarlo de su medio. Ahora debemos o bien devolverlo a él o, de no ser esto
posible -como no lo es en la mayoría de casos- preservar su integridad y la
máxima calidad de vida en las nuevas condiciones.
Y un animal que no conoce reglas,
no comprende su entorno, no sabe cómo conducirse en él, no sabe lo que éste le
depara. No puede llevar una vida de calidad, porque estará inseguro, porque sus
relaciones con el grupo serán confusas.
“Yo no voy a ponerle reglas al pobre animal, dejo que sea libre” esto, que suena tan idealista, es una irresponsabilidad tan
grande como el extremo opuesto. Diré una gran perogrullada, pero parece que a
muchos se les escapa: No puede haber
libertad en la cautividad ¿Cómo que
a mí no me gusta encerrarlo? Nuestras casas, nuestras fincas, son jaulas -grandes
quizá, pero jaulas- son límites definidos por nosotros humanos. Es mentira que
su loro pueda ir donde quiera y ni siquiera es bueno que pueda hacerlo, porque
el espacio humanizado tiene peligros y riesgos que el animal desconoce y
respecto a los que hay que guiarlo, como lo hubieran guiado sus padres en la
vida natural.
Paradójicamente, muchos de los
trabajos que desarrollamos con nuestras mascotas están creando reglas y
haciendo que éstas sean interiorizadas hasta repentizarlas, pero no las
capacitan para su vida social.
Para vivir entre humanos toca
aprender reglas y entenderse mínimamente con ellos, pero la mayoría de nosotros
no tenemos en mente facultar al ave para un mejor desenvolvimiento, sino
adiestrarlo para nuestro disfrute. Así sucede que manejamos horarios y tiempos
a nuestro antojo, que empezamos a adiestrar acciones poco menos que gratuitas
en etapas en las que debería estar aprendiendo pautas de relación. Encuentro
muy frecuentemente aves que saben hacer acrobacias o cantar una canción, pero a
los que es poco menos que imposible recoger en su transportín o revisar sin un escándalo de gritos, picotazos y
estrés. No considero que esos ejemplares hayan sido preparados para vivir entre
humanos. Muchos de esos mismos ejemplares, desarrollan conductas de cortejo con
sus propietarios y son incapaces de aceptar a un congénere, es decir, tampoco
están capacitados para vivir entre loros. Así pues ¿Podemos considerarlos
socializados? ¿Y sociabilizados? ¿Disfruta de la relación un papagayo cuyo
objetivo final sería hacer nido y copular con su propietario y al que éste
rechaza o reprime por ello? Yo entiendo que no.
¿Es posible enseñar esos códigos
de conducta sin destruir su condición de espécimen? Estoy convencida de que sí,
si cada paso se da en el momento preciso, en la dirección oportuna y con conocimiento
de conjunto, sabiendo de dónde partimos, a dónde pretendemos llegar y cuáles
son las consecuencias del sistema utilizado.
Mi conclusión es que se hace necesario socializar
a los animales sociales de que nos hacemos cargo y entiendo que, además, se
impondría una doble socialización, es decir, sociales en cuanto a su especie,
conocedores de sus reglas naturales- que
debería aprender de sus congéneres- y también sociales en cuanto a la
cautividad, es decir, conocedores de cómo se establecen las relaciones con el
resto de seres vivos que habitan en el hogar, normas en que estaríamos
obligados a guiarles los humanos.
Pero se impone además que
dediquemos nuestros esfuerzos a un respeto real en el ejercicio de nuestra
labor: se impone que aprendamos, asumamos y transmitamos que no
todos los ejemplares de una especie social son igualmente sociables y
que intervenir con técnicas de condicionamiento sobre esa sociabilidad es una
manipulación éticamente intolerable para quien dice amar la naturaleza. Y esto implica muchos cambios de sistemas,
de plazos, de actitudes, muchos cambios de enfoque que empiezan a ser urgentes
si no queremos que esa extinción de especies empiece precisamente por nuestras
casas, por la fabricación de individuos que nunca serán aquellos que fascinaron
a nuestros antepasados y que aún pueden fascinarnos a nosotros.