jueves, 13 de febrero de 2014

Día tonto

Uno se cree preparado para despedirse. Piensa que es plenamente consciente de que sus vidas y las nuestras no van a seguir la misma línea por décadas, que aunque caminemos en paralelo por mucho tiempo, uno de los trazos se detendrá antes que el otro. Pero la puñetera realidad se impone. El cerebro aparca ese conocimiento de la convivencia finita y se zambulle en ese día a día impagable, lleno de pequeños y grandes momentos especiales, lleno de su fidelidad inquebrantable y de nuestras múltiples infidelidades, de las innumerables roturas del pacto que firmamos el día que elegimos introducirnos en sus vidas.

A todos nos parece que seremos el compañero ideal, consciente, responsable, infalible por todos y cada uno de los días de vida en común y que seremos capaces de salvar su dignidad incluso a pesar de sí mismos. Pero la realidad es que son ellos, desde su animalidad, quienes jamás rompen el contrato, quienes no fallan en ser lo que fueron desde el primer momento en el que entramos en sus vidas. Y casi siempre, son ellos los que acaban dejándonos en un camino que deberemos continuar. Casi siempre son ellos los que nos obligan a asumir que no somos ni tan conscientes, ni tan responsables, ni tan infalibles ni tan eternos. Ahí está el asunto.. 

Al comenzar la ruta pensamos en todos y cada uno de esos días como interminables, pero ellos que tanto nos han enseñado sobre nosotros mismos, vuelven a enseñarnos también este error. Aquello que nunca iba a llegar llega.Llega de golpe, intenso como un disparo en pleno cerebro. De pronto solo existe la rabia, la tristeza, las ganas de que el mal sueño se revele como tal y todo vuelva a ser tan fácil como tirarles una zapatilla para que no incordien o rascar su cabeza para reconfortarlos. Pero no es un mal sueño, no hay zapatillazos que ahuyenten y las manos de acariciar se vuelven sarmientos secos que  no atinan al contacto, porque aquella cabeza ya no es ni será más su cabeza.

Cuando llega el momento solo queda un recurso para seguir la propia línea, agarrarse al surtido de recuerdos que nos han regalado, a las enseñanzas que nos dejan. Dejar que abandonen dignamente nuestra compañía física es la única acción medianamente justa que podemos hacer para pagar  todas esas horas de error y acierto, todas esas horas de egoísmo e infidelidad que les hemos regalado junto a la atención, la buena comida, las caricias...

Con este convencimiento he despedido a algunos de mis mejores camaradas, pero hay un dolor, una duda que no respondo con los buenos recuerdos, una lágrima que no enjuga la memoria de todos ellos ¿Y si fuera  mi trazo el que se interrumpe? Nos preparamos para despedirlos-aunque no nos preparemos realmente-nos hacemos mejores siendo con ellos, pero ¿Qué hacemos de ellos acostumbrándolos a nosotros, a nuestras zapatillas voladoras, a nuestras rascaditas y a nuestros despegos? Somos tan egocéntricos que hasta para esto sentimos nuestro propio dolor, nuestra soledad, su ausencia. ¿Cuál será su dolor, su soledad, nuestra ausencia? Me mentalizo yo, me informo de su longevidad, de sus posibles problemas, pero ¿Quién les informa a ellos sobre nosotros? ¿Quién les cuenta que hay humanos que no duran? ¿Quién les conforta cuando no es ya la misma mano la que acaricia, la misma desidia la que no les sigue el juego? 

Hoy es un día triste y tonto en el que el dolor de mis amigos humanos reaviva mi dolor y me une a ellos, pero me une también a mis camaradas de ruta, a esos de los que igual me toca despedirme, pero que igual me despiden. Necesito creerme que en su infinita capacidad de percibir lo intangible, estos camaradas saben que los quiero en la forma imperfecta en que un humano ama, con egoísmo, con error, con desidia y  entrega. Necesito creer que ellos si saben, que ellos si están preparados para mi ausencia desde el primer momento y que a pesar de ello me perdonan y me aceptan, porque solo creyéndolo seré capaz de continuar sin ellos el día que, si todo se produce según lo esperado, interrumpan su trazo y tenga que agarrarme a sus buenos recuerdos. Ojala nunca deban sentirse como me sentí yo, como sigo sintiéndome cuando, como un rescoldo mal apagado, se reaviva la llama de los amigos perdidos.

"Con un abrazo enorme para Javi y Lorena, pero sobre todo, para todos ellos"