lunes, 26 de octubre de 2015

Fariseismo palmario (¿o palmítico?)

     Cuando comenzaba como profesional en este asunto del mascoteo, tuve un cliente de Guinea que-cosas de humanos-había comprado un loro gris al instalarse en Europa. Decía que para tener su tierra más cerca. También cosa de humanos resultó que, por asuntos burocráticos, el ave no pudiera viajar con él a tierra de los respectivos antepasados. Fue así como conocimos a Ciro y fue así como, a cada regreso, podíamos recabar anécdotas y curiosidades de lo que acontecía a los yacos silvestres que acudían a visitar la finca familiar de nuestro cliente.
En uno de esos viajes, como siempre le animábamos a que nos trajera imágenes y muestras,  aparte de fotografías trajo unos peculiares frutos azules que, decía, veía comer a los loros y, cómo no, las drupas de las palmas de aceite. Entonces no llegaban esos productos a Europa sino en viajes como éste. La información me servía para aproximar en lo posible nuestros menús caseros a los que nuestros huéspedes hubieran tomado en la naturaleza y lamentaba no tener acceso precisamente a aquellos frutos y no a sus primos europeos (cuando los había)...

     Al cabo de unos años, uno de nuestros mejores proveedores nos ofreció frutos de palma congelados. Estaban comenzando a llegar a Europa de modo regular. Todavía recuerdo la primera vez que pude ofrecerlos a un yaco que entonces asistíamos en rehabilitación. Había sido capturado años atrás para el mercado de mascotas y padecía su miseria de un modo terrible, pero la visión del fruto en mi mano le hizo erguirse con toda su majestad, las pupilas centelleando y emitiendo sonidos que hasta entonces no nos había regalado. Mariano aprovechó hasta la última brizna de aquel obsequio y siguió paladeándolos con devoción varias veces en semana hasta que estuvo recuperado. Mi compañero y yo llegamos a llorar mirándole comer y volver por momentos a ser un auténtico yaco. Hoy es relativamente sencillo adquirir frutos de palma, aunque no son baratos. Mariano ya no vive ya para aprovechar la oferta.
En muchos supermercados y tiendas de comestibles, es posible adquirir aceite de palma de uso culinario y son numerosos los productos de cosmética y de parafarmacia humana o animal que llevan este ingrediente. Podría pensarse que hemos avanzado.

     Pero hace algunos meses me desayuné con la imagen de Ségolène Royal, ministra de Medio Ambiente francesa, que se manifestaba contra la Nutella por su contenido en aceite de palma. Seguía a ello todo un detallado argumentario de como la producción de este aceite provoca deforestación. Aunque ella luego matizó sus palabras-cosas de humanos de nuevo, concretamente de la diplomacia francoitaliana- he seguido encontrándome sesudos argumentos contra este aceite y ahora también contra los frutos, campañas que abogan por no comprarlo, por demandar que proceda de cultivo sostenible y otras varias propuestas similares. Y qué quieren, tengo que echarme al teclado para reflexionar a vista de quienes puedan leerme. Me cabe eso o morirme de risa- de esa risa sarcástica que ya se me viene cronificando en el encuentro con mis supuestos aliados.

     Es verdad que la palma de aceite, como su propio nombre latín advierte (Elaeis guineensis) procedía de una zona concreta del mundo. Hay otras palmeras aceiteras, como la americana Elaeis oleifera, pero sus exigencias de cultivo la harían menos rentable, así que la creciente demanda occidental ha llevado a cultivar la palma guineana en modo intensivo. Como era de esperar, eso ha supuesto plantar grandes extensiones de esta especie en lugares en que antes no exisitía y, muy cierto es, sustituir con ella a otras especies no rentables.

     A mis ojos,  la cuestión no es el aceite de palma. Pohibirlo ahora no va a devolver los bosques arrasados a su previo esplendor, controlar y limitar impedirá que sigan los destrozos, es distinto. La cuestión tiene que ser menos ocurrente y más de calado. Para cultivar el café y los tés u otras infusiones a que tan aficionados son muchos naturalistas de papel couché, se sustituyen vegetales silvestres, se llevan destruyendo espacios naturales desde que los humanos descubrieron el cultivo masivo. Sin ser tan extremistas como para remontarnos al neolítico, para conseguir las perlas que adornan a la señora Royal o a cualquiera de nosotras cuando vamos de "fisnas" y sofisticadas, para
tejer el lino y los algodones que nos visten o para producir energía eólica- esa taaaan limpia y taaaan renovable y taaaaan así- deben sustituirse o erradicar plantas, transformar suelos y construir caminos que llevan a ellos. Aún cuando llamemos sotenibles a las prácticas usadas, la realidad es que se trata de un sostenimiento de cuentas y cábalas humanas. A la lagartija o el mochuelo a los que expropiamos su territorio vital las cuentas no les salen.

   Los humanos occidentales queremos tener todo lo que nos gusta en todo momento, a la puerta de casa y a precio asequible y para eso se impone producir masivamente abonando costes mínimos. Los humanos occidentales imponemos nuestra escala de valores a otros humanos y de consecuencia a todos los seres vivos que les rodean. La caña de azúcar o la remolacha hoy son mal consideradas, así que se propone la stevia, pero para abastecer de stevia a todos los europeos que endulzan sus cafés, sus tés, sus zumos de pomelo o sus cocktails de frutas varias, hay que cultivar la planta a una escala masiva, como hay que cultivar los maíces para el biodiesel o invadir de paneles solares los campos para generar la energía que calentará y refrigerará nuestras confortables viviendas occidentales. Hemos convencido a los americanos de que no cultiven coca o a los asiáticos que reconviertan sus campos de opio, les convencemos de que les compraremos todos los productos moralmente aceptables que cultiven en lugar de ello, pero solo hasta que descubrimos que elevan el colesterol, que engordan más o que les falta no sé cual aminoácido esencial. Entonces surgirá la campaña que lo deprecie, que disminuya la demanda y lo haga inoportuno y volveremos a proponer otro modelo.

Mientras  los ecofariseos imparten sus lecciones de buen hacer, no olviden actualizar sus modelos de móvil y de tablet, pintarse las uñas, teñirse el pelo o decorar con bambúes su salón. Prácticas todas ellas que son absolutamente prescindibles en estricto sentido, pero sin las cuales no se es nadie en el mundillo de los opinólogos con caché.

Yo me quedo un pasito más acá, intento reducir o ajustar mi consumo en general y voy planteándome cuantas cosas que hago las he hecho sin pensar en el entorno al que afectaré. Intento tender a una conducta más responsable, pero sobre todo realista. Mis intenciones de hacerlo menos mal chocan a menudo con una cultura interiorizada por generaciones, con los delirantes precios que pueden alcanzar la mayoría de los productos alternativos y sobre todo con la absoluta realidad de que para que esa alternativa se convirtiese en normalidad universal, somos demasiados. La pretendida globalización, externaliza daños. Tener wifi, coche, reloj, calzado y ropas y alimentos en los países occidentales genera exigencias que los paises del segundo, tercer, cuarto mundo, solo podrían atender precarizándose. Es nuestro modo de poner en valor según qué cosas el que retira el valor a otras. Si quiero aceite de argán para mi sedosa cabellera, tocará cultivar argán, si elijo cuidarlo con aceite de oliva, igual le doy un alegrón a los paisanos de mi madre, pero tendría que plantearme qué opción mercantil dejo a los campesinos magrebíes y así con todo lo demás.

Siempre lo digo, pocas verdades palmarias. Yo sólo estoy en posesión de las dudas, pero sí tengo claro que no me siento capaz de mirar por encima del hombro con suficiencia a quien se toma una rebanada de Nuttella o le pone cuatro cucharadas de azúcar al café. Y, por cierto que plantearse si la drupa de palma es sostenible mientras se mantienen yacos en el salón de casa suena también bastante incoherente a mis oídos. Un poco de reflexión para la merienda no nos viene mal a ninguno, creo.