lunes, 4 de noviembre de 2013

¡Cuánto me quiero en ti!

¿Cuántas personas dicen, o decimos, amar profundamente a los animales? Pocas son absolutamente honestas en la afirmación. La mayoría de nosotros esgrimimos el que llamamos amor de formas que muy poco tienen que ver con un sentimiento altruista , aunque lo practiquemos en asociaciones y entidades de recuperación, de rescate, de acogida, aunque nos adhiramos a mil campañas de concienciación. La puñetera realidad es que hacemos de esos animales un vehículo que nos permite querernos a nosotros mismos en una nueva forma, dormir bien por la noche y sentirnos estupendos porque hemos recogido una tórtola herida en el jardín, o un gatito del contenedor de la esquina...

De todos nosotros, pocos hacemos un examen profundo de conciencia, pocos nos asumimos en este aspecto de sofisticado egoísmo que, sí, es cierto, a veces tiene buenos resultados, pero que con frecuencia lo tiene a pesar de y no a causa de.

El acto en sí mismo puede tener mucho de bienintencionado, pero la mayoria de nosotros ha cedido realmente a ese sentimiento de compasión que duele en la boca del estómago y muy pocas veces ha optado por la reflexión de qué era lo mejor, objetivamente mejor, para ese animal. He visto tantas veces a tantas personas de mi estima diciendo aquello de "Es que si no está conmigo..." o aquello otro de "Si supieras la cantidad de cosas que he tenido que hacer , pobrecito".

No voy a dar lecciones de nada. Pasaron muchos años antes de que yo misma me asumiera y entendiera cuantos de mis actos eran una forma elaborada y no advertida de afirmación personal.  Y es que sienta  muy bien jugar a heroína.  No pretendo que lo reconozcáis públicamente, pero me gustaría pensar que reflexionáis al respecto. Yo procuro hacerlo cada vez y suele funcionar.

¿Qué tipo de evaluación hacemos para decidir introducirnos en la vida de un animal? Me inquietan mucho esas personas que, por ejemplo, hacen campañas radicales a favor de la adopción y acaparan en casa varios desdichados a los que, claro está, ofrecen lo mejor. No es extraño que cuando se acude a una de esas casas uno encuentre que esa excelencia no es tal, o cuando menos no lo es, entendido al modo animal.

Recuerdo hace unos años un pretendido paseo por el bosque con una amiga rescatadora y su último pupilo, uno de esos lebreles abandonados cruelmente por no ser apto para la caza y bla, bla, bla. Cierto. Cada temporada se reproducen estos hechos con vergonzosa frecuencia y también yo deseo con toda mi alma que las leyes se endurezcan y se apliquen sin contemplaciones contra estos desalmados, pero no era esta la cuestión. Ya tengo asumido que estos sujetos ni dudan, ni se autoevalúan, ni pueden mejorar fácilmente. Mi relato se refiere a mi amiga, a su perro y a mí. La mañana había amanecido lluviosa, así que ella, ni corta ni perezosa,colocó al perro un complicado  impermeable color pistacho con corchetes en forma de hueso. No entendió mi horror, ni supo ver que la postura corporal del can denotaba todo menos complacencia. A continuación, con la misma amorosa dedicación le colocó unas botitas en las patas y le plantó un par de sonoros besos en el hocico.

Cuando le dije que yo no salía  con ellos de tal guisa se sintió desconcertada. Sugerí que dejase aquellos trastos, que esperásemos a que escampara, pero respondió "Es su hora de salir, si no se desorienta ya para todo el día" con lo que todavía acrecentó mi horror. Estoy segura de que algún lector estará en el lado de mi amiga y seguirá sin entenderme, pero aún así expongo mi punto de vista, mi desolación. ¿Hasta qué extremo hemos llevado a los animales en cuyas vidas nos introducimos? Un perro saludable debe tolerar una llovizna, debe tolerar un cambio de rutina y debe poder solventar esos pequeños problemas. Creo que de hecho, la inmensa mayoría de ellos pueden hacerlo, somos los humanos quienes no podemos asimilar fácilmente que nos necesitan un poco menos y sobre todo que, en caso de necesitarnos, puede no ser en la forma en la que nos damos a ellos.

He conocido muchos más casos significativos, incluso más sangrantes, pero no pretendo regodearme en ellos, entre otras cosas porque me importa más la reflexión o el mea culpa que quedarnos en la superficialidad de la anécdota vistosa.

Es verdad que hacemos mucha falta muchos humanos para achicar en este naufragio de abandonos y maltratos, pero como en toda catástrofe, la racionalidad debe guiar al corazón. No podemos permitirnos errores que conduzcan a pequeños o grandes sufrimientos. No podemos hacer de estas pobres bestias un elemento de autoayuda encubierta y, la verdad, es que lo hacemos con excesiva frecuencia.